La ciencia en el cine o la inesperada virtud de la ignorancia
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La aun fresca entrega de los premios de la Academia de Ciencias (sic) y Artes norteamericana, y la premiación de Alejandro González Iñárritu (Alex G. Iñarritu, para los cuates), nos remite a la repetición del triunfo conseguido hace exactamente un año por el cineasta mexicano Alfonso Cuarón. Por fin, este año después de siete nominaciones al codiciado premio, Iñárritu obtuvo la estatuilla por mejor dirección, y la película Birdman ganó el mejor guión original y la mejor película, además del premio para su compatriota, carnal e inseparable dupla, Emmanuel “El chivo” Lubezki por mejor fotografía. Esta entrega de premios también ayuda a enfocar nuestra atención en las producciones que, en particular este año, acercaron aunque sea un poquito a un público variado y extenso a las vidas de algunos personajes de la ciencia que, aunque muy conocidos y famosos ya por las aportaciones hechas a la humanidad, es a través de las películas casi biográficas que se estrenaron recientemente que toman una nueva dimensión y se reinsertan en la cultura pop actual. Pero antes de empezar con ellas, me tomo la oportunidad de recordar que el año pasado la película de Cuarón, Gravity, desafiando las críticas de todos, le puso en el pedestal (del que aún no se ha bajado) también gracias a un tema lleno de referencias científicas y tecnológicas. ¡Y vaya que así fue! Hasta periodistas, medio en serio, medio en broma, se atrevieron a preguntarle sobre sus experiencias filmando la película en el espacio exterior (recontra-sic), a lo que contestó que lo más incómodo eran las escenas exteriores.
Entre las películas que este año se estrenaron con contenido relacionado a las vidas de destacados científicos y que estuvieron nominadas a los premios Oscar, hay dos que en particular merecen discutirse. Se tratan de “The Imitation Game” (El código Enigma, como se estrenó en México) y “The Theory of Everything” (La Teoría del todo). Como muchos periodistas científicos y divulgadores han apuntado, con argumentos apasionados y controversiales entre sí, estas películas no representan un producto de divulgación científica masiva, sino que son lo que son: superproducciones multimillonarias cuyo principal fin es generar más dinero para los inversionistas y productores de las mismas. El contenido no es en sí la ciencia (aunque aparece ahí, implícita, ineludible), sino las historias humanas de sus actores. Por ejemplo, en The Theory of Everything, la devastadora crudeza de la enfermedad motoneuronal (esclerosis lateral amiotrófica) que convirtió a un muy británico, enclenque, estudioso y lleno de vida y alegría joven Stephen William Hawking en una piltrafa humana que estuvo a punto de dejarse consumir por este trastorno irreversible e incurable, lo que sin duda hubiera constituido una pérdida para la ciencia que se hubiera visto privada de su ingenio y agudeza intelectual, se retrata con una majestuosa interpretación del actor británico Eddie Redmayne, quien recibió por cierto el Oscar al mejor actor, superando al favorito de muchos, Michael Keaton quien también hizo una actuación soberbia y única (que para muchos significó su renacimiento cinematográfico) en Birdman de Iñárritu. Estas ganas de dejarse morir en el olvido y la frustración ante un destino trágico, se vieron trastocadas por el enamoramiento (o terquedad) de una muy joven Jane Wilde que eventualmente se convertiría en la primera esposa de Hawking, quien no le dejó caer en el abismo de su depresión, aunque ella misma posteriormente enfrentaría su propio infierno, frustrada personal y profesionalmente por la enorme dependencia de su marido a sus cuidados. De esta manera, alrededor de esta historia de amor, celos, frustración y amoríos extramaritales, la ciencia permanece subyacente. Agujeros negros, singularidades, radiación Hawking, Big Bang, teoría de cuerdas y la belleza simplista de las matemáticas como lenguaje modelador del Universo que nos rodea, aparecen como notas difusas en una sinfonía de emociones y situaciones cotidianas y no tanto de la pareja, que terminaría separándose como una necesaria manera de concluir una etapa que fue necesaria para la supervivencia del genio y la inmortalización de su obra.
Por otra parte, The imitation game (El código Enigma), relata la vida del matemático y experto en criptología, el también británico Alan Turing (1912-1954), quien sufrió en vida algunas de las peores atrocidades que un gobierno es capaz de ejercer sobre sus ciudadanos, con la ley entre las manos. Alan Turing es considerado por muchos el padre de la computación, aunque este honor es probablemente muy debatible ya que otros científicos como Charles Babbage (1791-1871) le antecedieron en muchos de los conceptos claves para esta área. En la película mencionada, el genio matemático de Alan Turing es aprovechado para descifrar los códigos de guerra secretos del ejército alemán nazi, una tarea sumamente compleja que se conseguía a través de una máquina de cifrado criptográfico llamada Enigma. El desarrollo de algoritmos complejos permitió a Turing entender el funcionamiento de la máquina y descifrar la manera como generaba sus códigos, lo que le dio la capacidad de descifrar los contenidos de los mensajes. Gracias a ello, muchos dicen, la Segunda Guerra Mundial pudo terminarse con dos años de anticipación, con lo que millones de vidas se salvaron. La película guarda reminiscencias de otro destacado filme que le antecedió (también con un matemático como protagonista) A beautiful mind (Una mente brillante), en donde un galanazo Russel Crowe interpretó a John Forbes Nash Jr., un especialista en teoría de juegos, geometría diferencial y ecuaciones diferenciales quien recibió el Premio Nobel de Economía en 1994, quién también vio salpicada su vida de altibajos debido a la esquizofrenia con que fue diagnosticado en 1958. En El código Enigma, Turing pasa de la gloria a la desgracia, cuando años después de terminar la guerra, en 1952, es detenido y acusado de homosexualidad (un delito grave en la Inglaterra de ese tiempo, que se daba golpes de pecho y presumía una moral que en realidad era solo una fachada de su situación en la época). Encarcelado, humillado y condenado a castración química (inyección de estrógenos para “curar” su homosexualidad), Turing murió por envenenamiento con cianuro dos años después, en un acto que no queda claro si fue un suicidio o parte de una acción de los servicios secretos británicos para silenciar a un hombre que sabía demasiado de un sistema militar cuyos secretos ayudo a construir. Numerosos científicos británicos y extranjeros solicitaron al gobierno británico “disculparse” por las acusaciones injustas contra Turing que orillaron a su muerte, pero no fue sino hasta el 24 de Diciembre de 2013 que recibió un indulto a toda culpa por la misma Reina Isabel II. Este último acto, de alguna manera es también reminiscente de la acción de la Iglesia Católica al “pedir una disculpa pública” (359 años después) por haber condenado las ideas de Galileo Galilei y haberle obligado a retractarse de su afirmación de que la Tierra se movía alrededor del Sol. Eppur si mouve, “Y sin embargo se mueve”, murmuraría Galileo, a modo de conciliación con sus propias convicciones, al final de ese acto de imposición de la fe sobre la razón.
Mientras que algunos argumentarán que ambas películas son simples pretextos para generar dinero y no merecen ser considerados obras de divulgación científica, ya que dejan a un lado la ciencia y se enfocan en los aspectos emocionales, pasionales o escandalosos de los científicos, lo cierto es que de alguna manera han logrado interesar a un público muy variado sobre las vidas de personajes que, de otra manera, seguirían guardados en los resquicios de la cultura popular y, desde mi perspectiva muy personal, nos enseñan una lección muy importante. Que la labor del científico es una muy humana y que, como tal, no está libre de todo aquello que nos hace humanos. De sudor, de sexo, de caderas inquietas y catres rechinando; de sistemas nerviosos autónomos y simpáticos que le permiten a un casi cuadripléjico concebir tres chamacos muy sanos y curiosos; de inquietudes de bragueta, de canitas al aire, pero eso sí, sin sacrificar la actividad intelectual fina, que esa, más que perderse se estimula por todo lo anterior. Habrá que verlas en el cine, si aún alcanzan sala donde contemplarlas.