¿Por qué vemos las cosas en color y no en blanco y negro?
Miguel Ángel Méndez Rojas
Nos parece tan natural que probablemente nunca nos ponemos a pensar en el fenómeno físico (y químico) detrás de nuestra capacidad de ver el mundo que nos rodea a colores. Incluso mucha gente jura que la memoria visual de nuestros sueños es engañosa, pues mientras dormimos no “vemos” colores, solo los asociamos con las imágenes que recordamos, pues en realidad soñamos en blanco y negro. Pero los sueños no son el tema de hoy; platiquemos pues sobre cómo es que vemos y cómo es que percibimos eso que llamamos “colores”. Biológicamente, nuestros ojos han evolucionado para ser capaces de percibir el mundo que nos rodea, de manera tal que podamos interactuar con éste y responder rápida y eficientemente ante los distintos estímulos (y peligros) que nos rodean. Nuestra capacidad de ver y de interpretar lo que vemos es una habilidad evolutiva de la que nuestra supervivencia y adaptación como especie depende de manera importante. Es por ello que nuestro principal órgano sensorial de la vista (los ojos) está interconectados de manera directa al sistema nervioso central (y al cerebro por tanto), a través de un mecanismo sumamente complejo que nos permite transformar una cascada de estímulos sensoriales en una imagen que, además, usando términos modernos, está en Technicolor.
Pero, como dijo Jack el Destripador, vamos por partes. ¿Cómo es que nuestros ojos (y el cerebro al que están conectados) pueden percibir una imagen? La estructura de un ojo funcional (al menos en los humanos) se constituye principalmente por tres capas: la esclerótica (capa externa), el coroide (capa media) y la retina (capa interna). Cada una de ellas tiene una función específica y a su vez está formada por distintos componentes. La capa externa es “lo blanco” de los ojos e incluye a la córnea y al cristalino(que es una especie de lente natural transparente). La capa media contiene la vascularización que mantiene el ojo irrigado con sangre, así como el iris (es parte que nos da ojos verdes, azúles, cafés o negros). En la capa interna, sobre la retina, es donde están localizados unos conjuntos de células especializadas, fotosensibles llamadas bastones y conos, protegidas por una delgada capa de células epiteliales conteniendo un pigmento denominado melanina. Sobre este pigmento (la melanina) platicaremos en una ocasión posterior, pues tiene un papel muy relevante en la coloración de la piel, así como en la transmisión de los impulsos nerviosos. En cuanto a los componentes ópticos principales, el cristalino y la retina juegan un papel central en el mecanismo de la visión. El cristalino es un agregado proteico, transparente, biconvexo y carente de vasos sanguíneos; está unido a una serie de músculos que permiten modificar sus dimensiones, con lo que tiene la capacidad de funcionar como una lente natural, que enfoca objetos a corta o larga distancia con facilidad, gracias en parte a las fibras alargadas que le constituyen. Por su composición y morfología, es capaz de permitir el paso de radiación electromagnética (luz) entre 300 y 720 nm (el espectro visible), filtrando la luz por encima o debajo de estas longitudes de onda. La radiación que penetra a través de esta lente, pasa a través de otro medio transparente (el humor vítreo) y genera una “imagen inversa” (como en una cámara obscura) sobre la retina.
En la retina se encuentra un arreglo denso de conos y bastones (aproximadamente unos 7 millones de conos y 125 millones de bastones), las células fotoreceptoras especializadas que nos permiten transformar los fotones incidentes provenientes del cristalino en impulsos nerviosos que se transmiten a través del nervio óptico hacia el cerebro, en donde sirven para reconstruir la imagen original. Los bastones nos permiten ver en blanco y negro (y tonos de grises), por lo que son muy útiles para la adaptación a visión nocturna (muy útil para evitar tropezarnos con todos los muebles cuando nos levantamos a mitad de la noche para buscar un vaso de leche). Por su parte, los conos son células especializadas para la visión diurna y son las que nos permiten ver en colores. Como en los fotoreceptores de estado sólido de una cámara, existen tres distintos tipos de conos: los sensibles a la luz azul (longitud de onda de 430 nm), los sensibles al rojo (longitud de onda de 560 nm) y los sensibles al verde (longitud de onda de 530 nm). Su sensibilidad específica por una región del espectro electromagnético visible se debe a que contienen moléculas denominadas opsinas, las cuáles actúan como pigmentos que por su estructura química única absorben luz solo en dichos colores. Así, la eritropsina (luz roja), la cloropsina (luz verde) y la cianopsina (luz azul), mediante la combinación de las señales lumínicas que captan nos permiten distinguir todos los colores de la luz visible.
De esta forma, a través de las estructuras moleculares descritas, así como de las células especializadas y de los tejidos conectivos y estructurales que componen al ojo, la luz recibida (compuesta por millones y millones de fotones con distintas energías), generan cambios en la estructura de los pigmentos moleculares, mismos que dan lugar a señales químicas que al transmitirse a través de las conexiones sinápticas de cada cono y bastón, llevan un pulso eléctrico a través del nervio óptico hasta el cerebro en donde la imagen se forma. Así, mientras caminas despacio por el pasillo, miras de reojo a la despampanante rubia que camina ondulante y vaporosa, envuelta en ese vestido de color rojo tan brillante; sus labios, más rojos que el fuego parecen explotar intensamente en tus pupilas. Pasa junto a ti rápidamente. Tus ojos y los de ella hacen contacto por unos segundos. Dejas en manos de los fotones, de los conos y bastones, de las señales e impulsos eléctricos el destino y deseo encerrado en esa mirada. Se pasa de largo. Tú sigues comiéndotela con la mirada.