No basta con innovar: hay que desarrollar una cultura de transferencia científica y tecnológica
Existen numerosos modelos de “transferencia científica tecnológica” implementándose en universidades y parques de innovación e investigación científica y tecnológica en el país y el mundo. Algunos son más simples que otros. Puede bastar con generar espacios físicos en donde se generen oportunidades para que se instalen micro-empresas instaladas por un grupo pequeño (y normalmente inexperto) de profesionales con una idea en mente, por lo regular protegida a través de algún mecanismo de propiedad intelectual (marca, patente). Y con el poder de esa idea pretenden construir un negocio de base científica y tecnológica que innove a través de la fuerza del conocimiento. Como aprenden al paso del tiempo la mayoría, no basta con tener una sala de juntas común, un espacio de oficinas, apoyo secretarial (también común al de otras mini-empresas) o incluso una planta piloto que se renta por días, horas o meses. Hay una serie de aprendizajes experienciales que, descubren tarde, no se enseñan en clase o no se integran en el currículum tradicional profesional. Existen otros modelos, unos más, otros menos exitosos. Pero, ¿qué es lo que necesitan los científicos y tecnólogos para crear empresas exitosas de base tecnológica? Tal vez en el fondo sea una cuestión cultural. Y la cultura tiene una base histórica. Nuestro vecino del norte (Estados Unidos de Norteamérica), en su primera constitución promulgada en 1787 para un país que en ese entonces principalmente se dedicaba a la ganadería y al comercio, tuvo cuidado en mirar hacia el futuro e incluyó en su artículo 1, sección 8, un párrafo que decía: “El Congreso tendrá el poder…para promover el Progreso de la Ciencia y las Artes útiles, asegurando por tiempos limitados a los autores e inventores el derecho exclusivo sobre sus escritos y descubrimientos”. Es decir, en la misma época en que nosotros gozábamos de la bonanza del fin del virreinato colonial hispano, un independiente y tambaleante Estados Unidos plasmaba la necesidad de protección de propiedad intelectual hacia sus ciudadanos. Modificaciones posteriores llevaron a que toda aquella propiedad intelectual generada a través de financiamiento del gobierno era propiedad del estado, lo que tuvo como consecuencia que en un momento dado el país tuviera posesión de cerca de 30,000 patentes, pero solo comercializara menos del 5% de las mismas. Con una visión responsable, ante este desperdicio de propiedad intelectual ociosa, legislaron para resolver este tapón al flujo de transferencia tecnológica hacia la sociedad y la economía, y a través del Acta Bayh-Dole permitieron que las universidades y empresas que generaban propiedad intelectual con fondos federales mantuvieran la posesión de dichas patentes para explotarlas. Esto ocurrió en 1980 y fue, en esencia, uno de los mayores avances respecto a leyes en temas de propiedad intelectual hechas desde que la Constitución norteamericana fue promulgada. Una consecuencia de esta política pública federal fue, no solo el incremento en la participación de los investigadores en las actividades científicas aplicadas, pues la recompensa de ser co-propietarios de patentes o incluso de poder incursionar en la creación de nuevas empresas de base tecnológica, fueron altamente motivantes. La mayoría de las universidades (norteamericanas) crearon oficinas de transferencia tecnológica, con el fin de apoyar a los investigadores con todo el papeleo y procesos legales asociados con la propiedad intelectual, contando además con especialistas en la búsqueda de compañías a quienes podrían transferir dichos productos de innovación tecnológica. Algunas universidades generan enormes recursos económicos a partir de este modelo. Cuatro de ellas (la Universidad de Princeton, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, la Universidad de Columbia y la Universidad de Nueva York), encabezan la lista de las instituciones de educación superior norteamericanas en generar más ganancias a partir de la transferencia tecnológica. Cada una de ellas genera más de 130 millones de dólares (cerca de 2,080 millones de pesos mexicanos) al año en ganancias provenientes de licenciar patentes generadas por sus investigadores. Nadie negará que el modelo es tentador y bastante exitoso.
Pero, ¿sería posible implementar un modelo similar en nuestro país? O al menos, ¿valdría la pena intentarlo? Un posible primer impedimento se encuentra en nuestra cultura (y por supuesto, en las políticas públicas alrededor de la propiedad intelectual). Para empezar, en nuestra Constitución histórica se dio más peso (y eso fue bueno) a ideales como la libertad, la religión y la igualdad (todos ellos muy importantes y esenciales); sin embargo, la creatividad e innovación quedaron relegadas. A lo mucho, se consagra el derecho a la educación (laica, gratuita y obligatoria, artículo 3°) y al trabajo, pero tenemos que rascar mucho para poder encontrar las aportaciones legales mexicanas al derecho a la propiedad intelectual. El Instituto Mexicano de Propiedad Intelectual (IMPI) cuenta hoy en día con programas muy interesantes para apoyar al inventor, tecnólogo y científico mexicano, pero hay que ir más profundo. Hay que generar una cultura de propiedad intelectual en el país. Se tiene la idea (no necesariamente correcta) de que las universidades privadas tienen nexos directos con los empresarios (privados también) y que como consecuencia, cuentan con recursos ilimitados de parte de ellos para realizar “investigación aplicada”. La realidad es muy distinta. Para empezar, la mayoría de las universidades privadas no hace investigación (ni básica, ni aplicada) y de las pocas que lo hacen más bien se concentran a temas de ingeniería y adaptación tecnológica (mención aparte merecen los esfuerzos de la Universidad de las Américas Puebla, la UDLAP; el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, el ITESM y la Universidad Iberoamericana, la UIA, quienes constituyen tres instituciones de educación superior privadas con programas académicos en ciencias básicas tales como Física, Biología, Química, y que hacen investigación en ciencias básicas a la par de que estimulan a sus profesores a hacer investigación y ser parte del Sistema Nacional de Investigadores). Pero, ¿y el resto? Los números más recientes de la ANUIES (Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior) indican que ya una tercera parte de los estudiantes del país están en una institución privada. Con lo anterior, es claro que el grueso de la investigación científica nacional se realiza en las universidades e instituciones de educación superior públicas. Aun así, ¿Dónde está la investigación aplicada y básica orientada a la solución de los problemas nacionales?
https://es.wikipedia.org/wiki/Guillermo_Gonz%C3%A1lez_Camarena
Los investigadores del país (la mayoría) nos sentimos más cómodos publicando que patentando. Las razones pueden ser diversas, pero las más simples pudieran ser: a) no tenemos idea de cómo se tramita una patente; b) pensamos que nuestro trabajo debería mejor publicarse, compartirse con el mundo de manera libre y gratuita, en lugar de protegerlo y cobrar por su uso; c) no creemos que los resultados de nuestra investigación sean merecedores de protección intelectual. Nuevamente, todo esto es una cuestión cultural. Los científicos somos expertos en nuestras áreas de trabajo, pero no tenemos muchas habilidades para relacionarnos en el mundo de los negocios. No conocemos sobre cómo se debe desarrollar un negocio e ignoramos las fuerzas que dirigen las inversiones. En resumen: nunca hemos puesto un pie en una Escuela de Negocios. Por el otro lado, en las Escuelas de Negocios tradicionales, el énfasis educativo se dirige al estudio de modelos de empresas familiares, de aquellas que producen bienes y servicios cotidianos, no a aquellos que implican productos tecnológicos o innovación. Son escasas las oportunidades para estudiar modelos de innovación tecnológica, y la mayoría de las ocasiones se tratan en programas de posgrado especializados (como el programa de Alta Dirección en Innovación y Tecnología, ADIT, del IPADE). Pero nuevamente, tenemos un modelo fragmentado. Separados se encuentran los generadores del conocimiento (científicos, ingenieros, tecnólogos) y los profesionales de los negocios. Lo ideal es generar programas cortos (especializaciones, diplomados, cursos integrados al currículum profesional) en donde los innovadores reciban un entrenamiento acelerado de en temas de negocios, a través de la experiencia directa de profesionales con experiencia activa en el campo (nacionales y extranjeros). Que aprendan los pormenores sobre cómo se debe registrar la información para proteger intelectualmente una idea; cómo pueden incorporarse en una empresa; cómo identificar problemas concretos en las necesidades de una compañía que puedan resolverse a través de las ideas innovadoras que están desarrollando; cómo relacionarse con clientes potenciales; cómo vender sus ideas en un mercado global; como cuantificar monetariamente el costo y las ganancias; cómo trabajar en equipos colaborativos; cómo evaluar (y hacer frente) la competencia en el mercado; cómo desarrollar un producto viable y, finalmente, cómo conseguir o atraer fondos de inversión que apoyen la transferencia tecnológica de sus ideas. Parecería tedioso e imposible, pero no lo es. Incluso, los innovadores científicos y tecnológicos ya poseen un entrenamiento básico muy útil y necesario (del cuál carecen muchos emprendedores): son capaces de evitar las exageraciones ante el potencial estimado (no real) de los productos de innovación y poner los pies sobre la tierra en sus posibilidades reales. Su preparación académica los ha hecho muy humildes en ese sentido, capaces de proclamar solo lo que en realidad sus productos pueden hacer y no generar expectativas falsas al respecto. Además, estamos acostumbrados a lidiar con el fracaso constantemente: hemos hecho investigación (y un posgrado en el camino) que nos enfrenta a esa situación de manera rutinaria. En otras palabras, estamos listos para enfrentar la realidad.
Con lo anterior en mente, las instituciones educativas superiores pueden reflexionar sobre lo que están haciendo bien y lo que están haciendo mal (o sobre lo que no están haciendo, que es peor). Y reflexionar sobre si quieren seguir haciendo (o no) las cosas de esa manera. Desde mi perspectiva personal, hay muchas oportunidades para intentar (y ser exitosos) en estos temas de innovación. La legislación actual permite a las universidades (y empresas) ser propietarios de las patentes que desarrollen, incluso aun cuando éstas se realicen con fondos gubernamentales. Esto ya es un paso en la dirección correcta. Lo que sigue ahora es el fortalecimiento en sus capitales humanos científicos y tecnológicos, la adquisición de infraestructura de investigación para desarrollar proyectos tanto básicos como aplicados. Y, última cosa pero no menos importante, cambiar de mentalidad. Porque no vamos a cambiar el mundo enseñando a hacer empresas tradicionales. Hay que cambiar el mundo revolucionándolo con el poder de las ideas innovadoras.