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Quimifobia: más allá de lo que dice una etiqueta

Miguel Ángel Méndez Rojas

¿No se sienten bombardeados por una campaña publicitaria que enfatiza las virtudes de lo “totalmente natural”, lo “libre de químicos”, en prácticamente todos los productos de consumo que nos rodean? Desde los alimentos, hasta la ropa que empleamos (aunque muy pocos se preocupan por el contenido o composición de sus cigarros, cervezas, dulces o estimulantes legales que emplean cotidianamente). La sensación que dejan estas campañas (des)informativas, es de que ante la presencia de una sustancia química hay que correr como si se tratara del diablo. ¡Y el cielo nos proteja de exponer a nuestros hijos a tales riesgos toxicológicos! Cuando se trata de ellos, cualquier precaución (por exagerada que sea) parece correcta. Aunque no lo sea. En la búsqueda de penetración en el mercado, muchas compañías se aprovechan de este miedo a las sustancias químicas (conocido como quimifobia, término que se traduce como “miedo irracional a las sustancias químicas”) para diseñar estrategias publicitarias que dejan mucho que desear.

¿Cuáles porquerías? ¿Es acaso lo “100% natural” libre de porquerías o sustancias químicas? ¿Qué son todas esas cosas que aparecen en la etiqueta de este producto “sin porquerías” y que aparecen listadas como ingredientes? En esta absurda cultura de la quimifobia hemos llegado a considerar a la palabra “químico” como sinónimo de artificial, sintético, adulterado, peligroso o incluso, tóxico. Esto me resulta particularmente perturbador puesto que soy Químico por mi formación profesional (y por mi composición, pero esa es otra historia) y no me gusta mucho la idea de considerarme un objeto del desprecio colectivo. Aunque a veces pueda merecerlo.

Este miedo irracional puede despertarse de la manera más simple. Te invito, por ejemplo, a que la próxima vez que vayas a comprar algo a la tienda, leas con atención la etiqueta y pongas particular atención a los ingredientes del producto que gustes (alimento, producto de limpieza, ropa, juguete, etc). Es muy probable que para algunos productos comerciales, no encuentres una descripción precisa de cuál es su composición, aunque te puedes dar una idea general que, sin embargo, no será de mucha ayuda (“Mmmh, este juguete de plástico debe estar hecho de…plástico”). Más adelante volveré con los productos de plástico. Mira por ejemplo en la siguiente figura, la composición de un alimento para niños, que muy claramente mostraba en su etiqueta la leyenda de “Sin colorantes ni conservadores”. Cualquier estudiante de tecnología o ingeniería de alimentos, podrá leer esta etiqueta y darse cuenta de que el mensaje es engañoso y falaz. El ácido cítrico y el citrato de sodio, son reguladores de la acidez y se emplean para dar un sabor ácido a los alimentos y para conservarlos. Lo cual permite aumentar su tiempo de vida en anaquel. Pero, ¿es al final bueno o malo poner conservadores o colorantes químicos? Porque finalmente, el objetivo de esta discusión es liberar de dudas nuestro ánimo consumidor.

Tocoferoles, palmitatos, emulgentes, ésteres cítricos, fosfato monosódico, bicarbonato amónico, maltodextrinas, almidón (si, el mismo que empleamos para que los puños y cuellos de las camisas queden bien planchaditos) y hasta microorganismos (¡!) como el Lactobacillus casei, nos son empaquetados en un coqueto envase para que nuestros pequeños los ingieran a diestra y siniestra. Más de uno pensará que sería más sano lamerle el ojo a un perro o comerse un puño de tierra (ambas cosas, sumamente naturales). Una escalofrío espeluznante recorre tu columna vertebral y dejas lentamente y con cuidado el envase en su anaquel (no vaya a ser que si lo dejas caer, con el impacto alguno de los componentes explote y te arranque un dedo) y enfilas el carrito del supermercado en dirección al área de frutas y verduras, con la esperanza a flor de piel de encontrar algo ahí natural y 100% seguro. ¡Plátanos! Le dices a tu pequeña princesa, que te regresa una mirada apesadumbrada, producto de que ella lo que en primer lugar quería era la golosina que no le quisiste comprar para protegerlo de transformarse por la noche en algún terrible monstruo radioactivo con tentáculos en vez de brazos y, en segundo lugar, un paquete de ligas de colores para tejer pulseras, tan de moda entre sus amigas del colegio. Llegas a la estantería en donde un racimo de esta fruta te deslumbra con su belleza natural y por supuesto que no necesita tener una etiqueta que diga que es lo que tiene. ¡Por las orejas de Saturno! ¡Es un simple plátano! Afortunadamente el profesor James Kennedy, un maestro de preparatoria en Melbourne, Australia, ha efectuado el entretenido ejercicio de “etiquetar” los ingredientes del plátano (Musa acuminata, Musa balbisiana o Musa paradisiaca, por el nombre científico de las variedades más comunes). Otra vez encontramos antioxidantes como el tocoferol (o E306, según la clasificación industrial de conservadores y aditivos alimenticios), riboflavina (o amarillo-naranja E101, un peligrosísimo colorante artificial), 3-metilbutanal (que es un aldehído, similar al formaldehído que emplean en los establecimientos donde ponen uñas postizas o al que se usa en el laboratorio para momificar cadáveres de animales). También encontramos fenilalanina (y entonces es sumamente riesgoso no tener este listado de ingredientes pegado en cada fruto, puesto que los fenilcetonúricos no deberían consumir este producto pues podría poner en riesgo su salud). Con mano temblorosa regresas el fruto tropical a su lugar y te alejas presurosa, con toda la intención de abandonar este cementerio de sustancias químicas peligrosas. Pero antes, tu hija te lo exige con una mirada, te detendrás en el área de juguetería. ¿Qué daño le puede hacer esto?

Llegas a la estantería correcta y ahí está el paquete (200 ligas plásticas de colores) que tu hija te pidió. Como una nueva costumbre precautoria, volteas el empaque y lees la etiqueta. “WARNING: This product contains one or more phthalate chemicals known to the state of California to cause birth defects and other reproductive harm”. Lo único que entendiste es WARNING (Precaución) y de inmediato intentas recordar las clases de inglés básico que tomaste en la escuela. “PRECAUCIÓN: Este producto contiene uno o más ftalatos, sustancias químicas listadas en el estado de California como causantes de defectos de nacimiento y otros daños reproductivos”. ¡Ftalatos! ¡Lo que faltaba! ¿Qué rayos son esas cosas y QUÉ HACEN EN UNA INOCENTE LIGA? Un dependiente de la tienda se te acerca y te pregunta que si todo está bien. Le dices que no. Que nada está bien. Que nunca más lo estará de nuevo hasta no saber que son esos ftalatos que pueden evitar que su hija algún día le dé un nieto sano y completo. El dependiente, con una sonrisa ensayada y paciente, te explica que los ftalatos son aditivos añadidos a los plásticos para mejorar sus propiedades (flexibilidad, transparencia, durabilidad, resistencia) y que están presentes en prácticamente todos los plásticos comerciales, desde los que se usan para fabricar biberones hasta para sillas de playa o autopartes. Pero los ftalatos están en cantidades tan pequeñas que en realidad son inocuos (a menos de que te tragues una pieza de plástico completa y la mantengas en tu sistema digestivo por los siguientes 15 años, no debería haber ningún riesgo de que por contacto temporal adsorbieras o ingirieras dosis peligrosas de esta sustancia).

¡Ahora si es demasiado! Levantas a tu hija del asiento infantil (que está hecho de plástico y seguramente contendrá ftalatos), la abrazas con fuerza mientras llora pidiéndote que por favor le compres sus ligas. Te diriges a la caja rápida más cercana y pones sobre el mostrador los pocos productos que te llevarás (un antiácido, un tinte para el cabello, un foco ahorrador y un litro de líquido limpiador de pisos). Te horroriza siquiera pensar en la posibilidad de leer de sus etiquetas. La dependienta captura los códigos de barras, te dice cuánto hay que pagar, le das la tarjeta y, cuando ya estas dispuesta a irte, te pregunta: “¿Quiere plástico o papel?”.

Huyes de ahí despavorida.

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