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Divulgar ciencia, ¿para qué?

Miguel Ángel Méndez Rojas

No es la primera vez que trato de responder esta pregunta, y dudo que vaya a ser la última. Rutinariamente me ocurre que, por circunstancias del trabajo o de las otras actividades que realizo cotidianamente (entre las cuáles está, por supuesto, la divulgación de la ciencia), tengo que reflexionar alrededor de este tema para poder ubicarme en un contexto actual y vigente.

Uno no se dedica a la divulgación científica como una actividad meramente profesional, aunque tengo colegas muy queridos que viven de esto y sin duda están en todo su derecho de hacerlo: lo hacen muy bien y se han vuelto profesionales de esta área, y además ejercen una actividad no solo necesaria sino, creo yo, fundamental en nuestra sociedad. La ciencia (y la tecnología que de ella se deriva) son una parte importante en la cultura, de hoy y de siempre. Quizá esté lejos esa época a finales del siglo XIX y en los inicios del siglo XX, en donde durante las reuniones de la alta sociedad se disfrutaban tertulias que giraban alrededor de los últimos descubrimientos y teorías de Einstein, Max Planck, Darwin, Marie Curie o Ramón y Cajal. Pero lo cierto (y hasta cierto punto lamentable) es que hoy no podemos pasar 1 minuto en ningún lugar público sin que se asomen a nuestros oídos fragmentos de las conversaciones culturales que enriquecen la vida social. Que si vamos a evitar el descenso. Que sí la reforma educativa se negoció previamente, no en San Lázaro sino en un escritorio en República de Venezuela N°44 en la Ciudad de México. Que sí el petróleo no es una fuente de energía, sino un sinónimo de identidad nacional. Etcétera.

La divulgación científica es una actividad que tiene múltiples metas, pero hay una muy reconocible y estratégica. Evitar que nuestra propia ignorancia de un tema, nos convierta en víctimas susceptibles de ser engañados (o peor aún, de sufrir algún daño por ello). Carl Sagan adoptó una postura inflexible al respecto. En su libro “El mundo y sus demonios: La ciencia como una luz en la oscuridad”, Sagan intenta compartir con sus lectores la necesidad de tener una lectura crítica (o una visión escéptica) del mundo, a través del método científico. Esto en virtud de que numerosos charlatanes han explotado la ignorancia generalizada que existe en la sociedad para, a través de pseudociencia, superstición y otras formas de pensamiento que dependen más de las emociones que de la razón, convencer a la gente de ideas que podemos considerar como engañosas o fraudulentas.

Sin embargo, y esto es lo que nos debe preocupar, estudios serios y recientes como la Encuesta Nacional sobre la Percepción Pública de la Ciencia y la Tecnología 2011 (http://www.inegi.org.mx/est/contenidos/Proyectos/encuestas/hogares/especiales/enpecyt/2011/default.aspx) nos muestran que los mexicanos estamos más dispuestos a creer en la eficacia de la magia y otras supersticiones como la astrología, que en la ciencia (77% de las personas creen en la astrología, y 38% creen en las brujas, nahuales y otros seres mágicos). Lo que es peor, muchos de los encuestados consideraban a los científicos como “peligrosos”, dado su conocimiento de las cosas. Esto además de considerar que son arrogantes (por el lenguaje que emplean) y declarar, que a fin de cuentas, no saber a qué se dedican. Y esto último, sin duda, es una consecuencia de la indiferencia que muchos colegas científicos tienen por la actividad de divulgación. Algunos piensan que es una labor secundaria, de menor importancia respecto a publicar artículos científicos (y serios) en revistas internacionales (obviamente no en español y con escasa difusión en el país).

A mí me preocupa, y seriamente, que no entendamos que la ciencia (y la tecnología) son parte de nuestra cultura y que, como tal, debemos incorporarla de inmediato para poder gozar de una comprensión, mediana o alta, de los productos de la misma que nos rodean de forma cotidiana. Desde dispositivos tecnológicos que nos acompañan a todas partes (dispositivos móviles de comunicación y/o entretenimiento), hasta buscadores de información que sustituyen las horas de tareas que hacíamos en las bibliotecas hace un par de décadas, pasando por vehículos de transporte, electrodomésticos, materiales de construcción o incluso, las propias fibras poliméricas de la camisa que estoy vistiendo en este momento, son un producto de la ciencia y la tecnología. No entenderlo, me hace (así sin ningún tipo de consideración) un ANALFABETO CIENTÍFICO. Y aunque no saber cómo funciona algo no me evita el poder usarlo, finalmente me genera una dependencia (profunda, dolorosa) de quien lo fabricó o inventó. Esto último me trae, terriblemente, la imagen de un montón de simios dando brincos alrededor de un monolito cristalino (obviamente no natural, sino producto de una inteligencia superior), cuyo destino se limita a admirar (tal vez adorar) esa manifestación milagrosa que interrumpe su monótona existencia, mientras que continúan con sus arraigadas costumbres de comer, reproducirse, matarse entre sí o arrojarse excrementos unos a otros.

La comprensión pública de la ciencia y la tecnología es una necesidad estratégica. Nos permitirá no solamente sobrevivir en un mundo enormemente dependiente de la ciencia y la tecnología, sino que nos permitirá competir en este mundo tan globalizado. Nos permitirá desarrollar un pensamiento crítico que nos será útil para analizar políticas públicas, decisiones políticas, cuestionar a servidores públicos y gobernantes. Tal vez, por esto último, es que los que detentan el poder no les interesa que la gente se vuelva crítica, pensante, cuestionadora.

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